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El Lago de Fuego

imagen tomada de la web

Ardía, en los márgenes de ese lago negro del cual brotaban las más oscuras ambigüedades. El lago del olvido eterno donde caen aquellos que son desterrados de la luz, ahogados en ego y soberbia.

Ardía, batía sus alas que se quebraban contra las rocas que, en ese lago ardiente, eran aún más toscas y ásperas. Su consciencia se agrietaba, sesgando la incógnita vislumbre de su caída. Más allá de los miedos y las sombras que rodeaban su desgraciada muerte, también se debatía con la existencia fuera de la luz en la que había nacido.

En ese instante, se desconoció, no pudo encontrar su reflejo en los espejos de su alma inerte. No pudo sugerirse en una forma, ni definir su silueta en aquella oscuridad eterna. Solo pudo odiar, maldecir, reforzar su ego destructivo arrebatándole la última gota de amor que le quedaba.

Aún antes de sentirse abrazado por la ira, miró al cosmos, azorado, incrédulo, silencioso, y lanzó su última súplica hacia el Gran Espíritu. Gritó amenazante y burdo, buscando, tal vez, una compasión que nunca llegaría, porque para él no existía ya un rasgo compasivo.

Fue tomando fuerzas de su propio desamor y así comenzó a hundirse en el lago de fuego, como si sintiera que, llegando al fondo más brutal y profundo, su poder se hiciera enorme y su ira se agigantara en su alma intentando ser. No hubo para él misericordia ni perdón.

Sus gritos de dolor no fueron escuchados. Sus alas rotas no fueron restauradas. Sus memorias no fueron recordadas en la luz, sino en las tinieblas más frías.

Pero salió una vez de ese pantano oscuro que atrapó sus emociones. Se quitó las alas. Rompió su promesa de odiar eternamente y buscó su propia luz. Indefenso y perdido logró resurgir y ser más fuerte, más poderoso. Se rasgó las vestiduras del incordio y se vistió de amor, poniendo flores blancas en los huecos de su alma, y rayos de luz en las heridas de su ser. Y cantó alabanzas para él mismo, porque ya no tenía algo para amar fuera de sí mismo.

vio su reflejo, juntó las cenizas que habían quedado de aquel fuego que lo consumía y, ya sin alas y sin poder emprender otro vuelo, buscó consuelo en las almas rotas, las que habían perdido algunas de sus partes y se complementaron. Fue un Todo, completo y quebrado a la vez. Resurgiendo, pero con la existencia olvidada y vacía, como todos aquellos desterrados que no buscan renacer de las cenizas, porque son solo eso, cenizas.

 

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Perteneciente a la obra Ecuación no Pensada

Juan J. Gálvez

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Odresa

odresa, la sacerdotiza de Niretsei
Odresa, la sacerdotiza de Niretsei

Odresa, la sacerdotisa de Niretsei

Pude haber hablado de ella en algún momento, pero no tuve la suficiente valentía como para nombrarla sin que mis pensamientos se paralizaran ante su recuerdo. Pero necesito recordar ese pasado azul en ese exilio casi mortal del que pude escapar por un instante.

 

Mi contacto con ella fue fugaz, pero tan impactante como su presencia y su existencia. Azul, muy azul, casi perfecta, ondulante en su trayectoria hacia la luz. Envuelta en una mística e indescriptible calma.

 

Su nombre era Odresa, la sacerdotisa de Niretsei, la estrella más lejana de todo el universo, alejada de cualquier punto tan distante, casi perdida.

 

Odresa, una maga sin adjetivos, que podía poner a sus pies a los dioses de todas las galaxias. Inmutable, sin gestos, sin alardes, sin misericordia alguna.

 

Ella habitaba en el reino de la abundancia, protectora y soberbia, cultivando los dones de su morada, repartiendo equitativamente los frutos que en su jardín maduraban.

 

Era resguardada por dos montañas. Una siempre estaba iluminada, blanca y helada, y aunque bañada por la luz, su hielo no se derretía. Perpetua y fría, pero radiante. La otra era oscura, sombría, pero cálida a la vez. Custodiada por un manto azul que se extendía hasta el fin.

 

Niretsei era una estrella errante, viajado siempre a los sitios más alejados y oscuros del universo. Una estrella con una sola habitante, que jamás estaba sola, porque a ella llegaban multitudes solicitando ayuda. No puedo hablar de una, sin la otra. No puedo nombrar a esa estrella, sin nombrar a su diosa. Ambas eran una. Y ambas eran dos. Una maga en una estrella haciendo de su existencia, un sacerdocio para complacer a su alma.

 

La gran sacerdotisa azul, viajando en una estrella fugaz, sin moverse de su espacio, sin detenerse en el tiempo. Fluyendo en la constante marea de lo que no existe y existe a la vez.

 

Caminante sin sendero, maga eterna, guerrera constante, alma sumisa, viajera errante. Pero tenía tanto de bondad como de oscuridad. Tan dramáticamente profunda como superficial. Tan enigmática, como incierta. Tanta luz y tanta sombra, sin saber ponerle límites a su dualidad.

 

A veces amaba, y a veces odiaba, con tanta fuerza como podía. Era trampa y era salvación. Era alivio y era tortura. Escapar de ella era un acto de magia. Y quien lograba escapar, era incapaz de advertir a los otros, de su dominio incierto. Pues era necesario que para trascender, cada ser debiera tener un encuentro con esa mortal dualidad. Solo una vez debían encontrarla en su camino y convertirse en víctimas de su ego. Solo así es alcanzable la victoria.

 

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Juan J. Gálvez

Odresa_ perteneciente a la obra El Viaje de un Alma Azul

FILOSOFÍA EXISTENCIAL